En venta

En la sobremesa se discute la posibilidad de vender la casa y el hipotético precio en caso de que esa posibilidad se vuelva realidad. Yo no tengo opinión, no es mía. Es decir, lo es pero no en el concepto frío y desalmado de poseer algo. No la pagué, ni mi firma está estampada en ningún papel. No puedo opinar, no es mi bolsillo el que se vería afectado ante la transacción. Alegan que su precio disminuirá en cuanto sea visitada por el comprador imaginario, al ver que algunas puertas están torcidas, los pestillos no son del mejor material y los pisos de las diferentes habitaciones no hacen juego entre sí.

A medida que siguen hablando, solo agregan argumentos para restar su valor. Seguramente tengan razón, no es la obra arquitectónica más lujosa de todas, pero me gustaría poder hablar y explicarles el valor agregado que tiene para nosotros. Es verdad, ningún tasador va a estar de acuerdo con el argumento de haber dado mi primer paso en las baldosas exteriores como justificación para elevar su precio. Como tampoco lo hará saber que todos los “dueños” de esta casa aprendimos a jugar al rumi, a cocinar infinitas recetas y a mencionar una y otra vez epítetos que hacen que nuestra bisabuela viva entre nosotros aún sin estar presente. No tendrá importancia aquel episodio con el ratón y como todos lo recordamos a rajatabla, tampoco lo hará saber que en una esquina me rompí el mentón o que a la noche, cuando todos duermen, tapando la luz con un dedo, se ven las estrellas más brillantes jamás vistas.

Podría haber dicho todo esto, pero no lo dije. Al final es un divague, nadie paga por un recuerdo. Lo vende al mejor postor, como si fuera una casa. Como si fuera solamente una casa.