Mi escepticismo no me deja creer en milagros, energías o destinos, me empuja a creer solamente en lo que siento. Lo que me eriza la piel, lo que dispara hormonas en cantidades industriales, lo que punza en el pecho.
No puedo callar la voz interior que dice “científicamente es imposible caminar sobre el agua”, me cuesta enormemente tomar con seriedad historias donde se afirma que “x” suceso fue predestinado y que todos estamos aquí por una razón divina más poderosa que lo que podemos entender. El horóscopo saca lo peor de mí, arruina lo más hermoso que hay, el cielo. Habiendo dicho todo esto, puedo asegurar que presencié un milagro.
Esperábamos el ómnibus y el sol ya calaba fuerte, entre risas y algún bostezo, sentí como agarraban mi mano, de la manera mas linda que se puede agarrar una mano, con los dedos abrazados entre sí, con fuerza, no queriendo estar en ningún otro lado. Puedo jurar que el tiempo se paró, el ómnibus dejó de sonar y nadie más hizo un ruido. Por un momento recordé esa frase de “quizás la felicidad sea esto, sentir que no debes estar en otro lugar, con otra gente”, en mi cerebro todo pasó rápido, el pecho se infló como si hubiera sido una eternidad.
Sigo sin creer en los milagros, pero milagrosamente creo que sentí uno, gracias a una mano y un abrazo.