Cuanto daño innecesario, no es que el daño sea necesario en ninguna circunstancia, pero en algunas es más evitable que en otras, nos hacemos entre nosotros. Una cantidad que ni somos capaces de entender. O sea, no entendemos el daño que generamos con acciones que ni tomamos unos segundos en discernir y ejecutar. Como cuando uno coloca la llave para abrir la puerta, no lo piensa antes de hacerlo, simplemente lo hace. Es algo que tiene automatizado. Así creo que dañamos muchas veces, en piloto automático.
Y lo hacemos por miedo. Por miedo al rechazo. Vivimos constantemente moldeándonos bajo la lupa de nuestros pares, nos vestimos en semejanza a Fulanito porque eso nos hace pertenecer a x grupo. Y no está mal, solo que muchas veces, somos mucho más que piezas de rompecabezas, tenemos diferencias con el relato que ofrecemos al mundo para pertenecer, y el problema real se manifiesta cuando de la corteza protectora que formamos, emana alguna actitud fuera de lo que establecimos como normal.
Allí nos sentimos completamente expuestos y juzgados por los más cercanos, quienes deberían apoyarnos y querernos. Que no significa que no lo hagan, pero lo que sí hacen con certeza, es sofocarnos. Sofocan como quien sofoca una fogata, por miedo, en vez de contenerla. Ahogan ese aspecto nuevo y raro que uno intenta exhibir.
Y el daño no solo recae en quien decide romper el estereotipo y hacer algo fuera de lo normal, también sienta un precedente hacia los demás, juzgadores incluidos, para un futuro cambio. Bajado a tierra, por ejemplo: Fulanito decide mostrar al mundo que canta, todos los que conocemos a Fulanito no sabíamos que lo hacía, porque Fulanito es más de estar callado, de ser de los que se ríe de los que suben covers a Instagram y esas cosas. Pues un día Fulanito se animó a mostrar que cantaba y que lo hacía desde hace años, todos nosotros lo tomamos en chiste.
«Dale boludo no hagas pavadas» «vas a quedar pegado». Estas frases no solo hacen que Fulanito se sienta mal sino que a los demás que escuchan, los hace esconder potenciales «talentos» u ocurrencias que rompan con su status quo.
Esto no quiere decir que haya que mentir a la gente cuando muestra algún cambio o innovación y decirle que todo es bueno. Evidentemente eso sería igual de dañino que lo que estoy intentando cambiar. El ejercicio que intento fomentar es el creer. Hay que creerle esos cambios a la gente, esas irrupciones que destruyen lo rutinario, pero no por el innovador en si, sino más importante, por todos los que escuchamos de lejos y estamos evaluando si animarnos a cambiar, a mostrar una nueva faceta. A exponernos.
Creámosle al nuevo cantante, a la que se rapa los costados, al que se pinta las uñas, al que se tatúa la cara y al que se pone de novio con alguien del mismo sexo. Creámosle porque en el fondo, escondido y tímido, puede estar escuchando el próximo disruptor que cambie el juego, que golpee la mesa y con su talento e innovación marque un antes y un después. Que siente un precedente, pero de los buenos.
O quizás no, quizás ese genio no esté. Puede que simplemente esté escuchando un escritor aficionado y al saber que sus amigos le creerán, se animará a publicar lo que piensa, y así, otros lo seguirán. Y en ese futuro hipotético habrá más valientes. Así que si podes, creele.