Yo me di cuenta que me gustaba sentir, cuando sentí que me ahogaba. Irónicamente estaba frente al mar y el aire era tan pulcro que iluminaba el interior a cada bocanada. Sollozando entendí que me gusta vivir la experiencia completa. Pero no desde el discurso del autoengaño de «si lloras es porque amaste, porque estas vivo».
Mi reflexión es más compleja, yace en el infinito asombro por nuestra complexión tan enigmática. Cada vez que siento algo, mi cabeza intenta comprender el proceso entero, que en segundos transita de completa calma, desembocando en un vibrante y acelerado pienso y posterior enrojecimiento que se vuelve calor. Donde todo parece haber tocado el botón de pánico. Además de generar la sensación fantástica de desaceleración del tiempo percibido. Que es lo más cerca que estaré de entender lo relativo del tiempo.
Todo este intento de narrativa detallada, abarca entre uno y tres segundos de vida real. Pero qué segundos tan intensos, llenos de vida. Me fascina sentir, o intentar, que no hay regímenes divinos que nos dicten tales bellezas. Que no hay cuerpos celestes responsables, ni universos lejanos que estén jugando un juego que aún no logramos comprender. La inquietante tranquilidad de saber que somos esto y que un montón de procesos químicos altamente eficaces, sucediendo en paralelo, nos permiten sentir las cosas más hermosas imaginables.
Me he vuelto un tanto escépticos de las fuerzas superiores desde el día que escuché «los mismos átomos que formaron estrellas hace millones de años son los que hoy componen todo lo que llamamos vida». Literalmente somos el universo, vaya a saber si somos los únicos, pero hasta ahora no hemos encontrado a quienes por disposición propia puedan entender que levantar la cabeza y cruzarte con el amor de tu vida haciendo que las moléculas lo entiendan y reaccionen en consecuencia, es el mayor enigma y regalo que podemos tener. O eso siento yo.