La felicidad es el trote indomable que se siente dentro de las entrañas al leer un libro y dividir el pensamiento entre lo que realmente está sucediendo, línea tras línea y lo que uno proyecta que sucederá cuando dicha experiencia sea trasladada a un tercero. Siendo uno el primero y el libro el segundo. El ritmo ansioso se vuelve ensordecedor, deseando culminar la lectura y así poder abandonarla sin culpas y reproducirla en alguien más.
Es el acto de mayor generosidad que se ha encontrado sobre la corteza terrestre hasta el día de hoy. Esa renuncia a la concentración única, dedicada a una sola pieza artística, para ubicar la conciencia a medias entre la tinta y el afortunado futuro destinatario. Allí carece de importancia la luz y el paso del tiempo, la venida de la madrugada y el invierno que pinta las ventanas. La espalda que chilla por su constante castigo y la incomodidad se hace placentera, todo mientras ubicamos en el panteón de los sueños el regalo que se va a efectuar, en forma de cita textual.
Un trocito que nos abandona para siempre, que se va de la misma forma que entró en nosotros para iluminar algo que no existía ni existiría de no ser por el afortunado proceso sináptico que juntó dos sensaciones placenteras, como quien agrega sal a unas papas o prende una punta con un amigo.
Es el éxtasis compactado y disminuido a segundos de una intensidad incalculable. Como esas bombas de baño que se tiran para hacer burbujas. Solamente posible gracias al acortador de distancias inmediato, que llamamos celular, que hace que una calle nocturna en Mayo deje de ser un obstáculo para transformarse en un simple paisaje hermoso y dócil, inofensivo.
Lástima por aquellos que tantas veces lo sintieron y lo perdieron entre la vasta materia gris. Asumo yo que todos tendremos citas que hemos querido regalar y hemos extraviado en el fondo de la corteza. Que dolor me genera pensarlo, cuánto arte escondido entre los lóbulos, cuántos trozos con destinatario, congelados en la eternidad de un texto que no llegó a ser el milagro que pudo haber sido.
Al menos hoy tengo la fortuna de poder decir, escondido entre sábanas azuladas y sin ningún impedimento, mayor al entumecimiento de los dedos del pie, que leí estas líneas tan lindas y me acordé de vos.