– Yo era como usted… -empezó- a nosotros, la gente inteligente, nos cuesta mucho no estar pensando en algo en algún momento -Intenté interrumpirlo, pero aclaró de manera rápida su punto – sí, todos están pensando en algo en todo momento, pero nosotros nos diferenciamos… –hizo una pausa, creo que estaba buscando palabras- A ver si así me explico: no nos conformamos con la superficie. Analizamos las cosas de fondo, las bases de lo que nos pasa… y somos conscientes de que eso es difícil hacerlo solo.
Me quedé mirándolo. Él miraba hacia arriba y a la izquierda si me tomo a mi como punto centro. Preferí no hablar, ya que estaba haciendo una buena recreación de la realidad de nuestro grupo selecto de personas, y en palabras sencillas.- Por eso es que, así como usted y yo, todos los que tenemos un intelecto un poco superior al promedio elegimos, y debo admitir que hasta nos vemos ciertamente obligados a, hacer dichos análisis con compañía. El tema es que también sabemos que nuestra sociedad carece de grandes cantidades de personas inteligentes y, aunque de estas abundaran, no hay nadie que nos pueda entender a la perfección. Es por esto que la compañía la encontramos en los vasos… bah, la encontramos en lo que ponemos adentro de los vasos.
Me emocioné un poco. Me gustaba para donde estaba yendo su relato. – ¿Cerveza estás tomando?– no me dio el tiempo ni para asentir con la cabeza. Creo que fue una pregunta retórica- buena bebida, de los mejores inventos del hombre. Solía usarla para distraerme de los temas serios que me atormentaban. Es fiel compañera de fiestas la cerveza, pero el efecto que causa no es muy noble, es más, con todo respeto le digo que hasta es reflejo de cobardía ante estos problemas.
Lo admito: me violentó. Intenté estirar los labios para esbozar una sonrisa de boca cerrada. Espero haberlo hecho de manera exitosa, aunque lo dudo.- Después de un tiempo de cerveza, me pasé al vino. Muy efectivo para cuando uno quiere dramatizar las cosas que a uno lo acuchillan en las noches de silencio y sillón. Incontables los autores que escribieron sus mejores novelas con gran ayuda de esta pueblerina bebida, que cuenta con un tono femenino en cuanto a lo exagerado, romántico y dramático. Pero –hizo un chasquido con la lengua- nuevamente, estamos hablando de una disfrazada de la realidad. Al darme cuenta de que seguía sin afrontar mis problemas, volví a cambiar de bebida. –me contó.
Empezó a asentir lentamente con la cabeza, como quien rememora hechos del pasado. Arrepentimientos, rabias, angustias, dolores… su cara mostraba un sinfín de sensaciones mezcladas que llevaban a un final desconocido y tal vez inexistente. Volvió a la realidad y me miró fijo a los ojos.- Whisky –empezó-, gran compañero para un escritor talentoso. Uno empieza a acordarse de palabras elegantes, aunque rara vez de su significado, pero lo googlea y lo mete en sus textos, pues un bebedor de whisky escribe sus contados triunfos e incontables fracasos tanto por lo que significa el hecho como por la necesidad de mostrar su habilidad en la escritura. Admito que es la que más me acercó a las raíces de los problemas, pero solo me animó a observarlas desde un lado casi que adorador. En fin, así fue como terminé en la peor bebida de todas, la que te obliga a enfrentar la realidad y no te deja más alternativa que hacerle frente al mundo de mierda que en realidad existe, al mundo en el que vivís.
Dicho esto, por primera vez en la noche levantó su vaso. Congelado. Las huellas digitales marcadas por el calor de sus dedos contrastando con el frío del vaso. El contenido era transparente. Cinco hielos. Levantó el vaso dirigiéndolo hacia mí, con cierta cara desafiante.- ¿Vodka? –pregunté incrédulo.- Deje de hablar sin necesidad y pruebe la bebida –me dijo, como quien le enseña a su nieto a disfrutar la comida agridulce.
Obviamente la bebida estaba helada. Di un primer trago corto para que no me cortara la garganta, pero me atraganté con este sorbo producto de algo que me llamó la atención de repente. Mientras tosía me di cuenta de que el vodka no tenía olor a vodka. Cuando pude parar de toser me acerqué el vaso a la nariz. Nada. Me metí un poco más del contenido en la boca y comprobé mi sospecha.- ¿En serio? ¿Agua? –le iba a decir, pero al ver mi intención de demostrar mi estupidez, se me anticipó.- Sí, querido compañero: agua. Cristalina y saludable agua. Usted creerá que yo le estoy intentando dar una charla sobre cómo hay que dejar el alcohol para cuidar el cuerpo. No, estimado, no se adelante. Como le venía contando, la razón por la que nosotros llenamos los vasos, es porque necesitamos compañía para afrontar las preguntas más fuertes y los problemas más dolorosos que se nos plantan día a día. Pero las bebidas que nombramos antes lo ayudan a uno a deformar un poco a los problemas para poder, así, hacer más llevadero el tratarlos. Pero el agua, a uno, no le hace más que despertarlo y dejarlo alerta, y eso es lo que los hombres de verdad debemos hacer cuando un problema de tamaño grosor se nos planta: hacerle frente al hecho de que existe y solucionarlo.
Y así terminó su lección, echándose para atrás y levantando el vaso de forma semi triunfal. Asentí lentamente con la cabeza con una sonrisa tenue, como quien da la razón. Lo hice por un tema de respeto, ya que el pobre hombre se creía sabio por haber elaborado todo este hilo de pensamientos. Por mi parte, me limité a pagar mi bebida y empezar mi vuelta a casa, donde me serviría un cargado vaso de whisky sin hielo. Porque eso es lo que hacemos los escritores de verdad: darle frente a los problemas e invitarlos a ponerse cómodos en nuestras casas para ver si nos pueden dar algo sobre qué escribir.