Suceden ventanas climáticas desubicadas, suceden poco, pero cuando logran codearse de manera exitosa entra la neblina, la escarcha y la condensación en las ventanas, nos regalan un desacomodo placentero.
Una sensación extraña, que nos coloca en la rara dicotomía de esbozar quejas al viento espeso y lento, debido a la carga innecesaria de un abrigo que por unas horas deja de ser útil, aunque se encuentre en su temporada por excelencia, y un éxtasis comprimido al olfatear un aroma de otra estación.
Un simple viaje en el tiempo hacia donde todo es más ligero, las ropas, las sonrisas, el amor. Esa pesadumbre húmeda, que barniza los suelos, igual nos recuerda a una caricia mucho más simple y condensada, que encierra en un segundo, algo que no puede hacer cuando el frío la apremia. Una caricia bajo el ataque del calor es más meritoria.
En cambio, ¿quién en su sano juicio no se acerca a otra fuente de calor cuando los árboles están desnudos y flacos? Por eso, aún siendo un ferviente defensor del frío y el invierno, encuentro la nobleza del calor, apasionante.