La primera vez ebrio, la primera vez en terapia, la primera relación sexual… en fin: las primeras veces. Es raro inaugurar una experiencia; difícil poner en palabras esa adrenalina que te llena cuando estás por complacer una curiosidad. Es más complicado aún explicar lo que uno siente cuando no entiende completamente qué es lo que está pasando. Porque, cuando te estás por embriagar, sabés que vas a estar menos lúcido, pero cuando algo llega sin previo aviso y sin manual de instrucciones: ahí es cuando los nervios empiezan a brotar. El miedo a lo desconocido, a perder el control… a perder.
Me acuerdo de mi primera vez. Una mezcla de sensaciones raras. Una buena metáfora sería las hojas y ramas de un árbol completamente inmóviles en medio de una tormenta. Un momento gélido, un ambiente alocado y uno desentona en una completa quietud, incluso a pesar de no sentir paz. Uno de esos momentos que anteceden a las cosas malas. Ruidos mínimos que se escuchan más fuertes y claros. La mirada que se desvía con rapidez y con gran dificultad de enfoque. La respiración que se corta. Las extremidades entumecidas. De repente la cara también entumecida. Tomás bocanadas largas de aire porque sentís que se te acaba, pero nada te llena. El corazón late a mil y parece que se te está por salir. Te mirás al espejo y te ves pálido como una pared blanca, vacía, indescifrable. Te tiemblan los dientes. Las ganas de llorar se apoderan de vos y la angustia va recorriendo cada centímetro de tu cuerpo hasta dejarte completamente vencido. Querés gritar, pero no tenés fuerzas. Querés pedir ayuda, pero no sabés de qué forma. Mirás para arriba en busca de un salvavidas o, mínimo, una explicación de quien sea que está allá arriba. Nada. No hay respuesta. Sentís que te morís aunque estés más vivo que nunca; te dicen que no está pasando nada, cuando en verdad te está pasando todo. Te cuentan que todo está en tu cabeza, aunque eso no te consuele.
Pastillas, alcohol, pucho, meditación… a todos les funciona algo distinto para calmar los ataques de pánico, pero eso es para cuando te acostumbrás a tenerlos. Una vez que interiorizas que este vas a ser vos cada tanto, todo empieza a ser un poco menos horrible. Darte cuenta de que, en verdad, estás bien. Sacarle el cuco a la terapia. Aprender que el psiquiatra no es para los locos y que, si lo es, estás un poco loco, y eso no está mal. Pero para esto tenés que pasar antes por una semana –como mínimo- de no saber qué carajo está pasando con vos. ¿Le cuento a mis viejos? ¿y a mis amigos? ¿esto se cuenta sin miedo? Típicas preguntas que nos hacemos cuando estamos perdidos y no sabemos cómo encontrarnos. No esperes de mí la respuesta correcta a estas preguntas, porque no tengo la solución mágica. Es parte del proceso de lucha y de cuánta importancia querés que tenga esto en tu vida, así como con cuánta fuerza lo vas a afrontar y con cuánto apoyo querés contar para esto. Además, como dije anteriormente, en este mundo nuevo y de incertidumbre, a cada uno le sirve algo distinto.
Yo entiendo que sea algo personal y que a mucha gente le de miedo mostrar su lado débil, pero les tengo una sorpresa cruda: todos somos débiles. Todos tenemos algo que nos apuñala cada tanto. No sos menos que nadie por perder el control de tu vida por un rato. Pero tampoco sos más inteligente que nadie si pensás que este lío lo tenés que solucionar solo. Hay muchas batallas que las podés pelear de callado, pero esta es una guerra, y en las guerras necesitas aliados. Vas a precisar a tus viejos cebándote un mate para que les cuentes de que se trata, a tus amigos con una cerveza para desahogarte y limpiar cabeza, a tus hermanos con sus abrazos para sentir que el mundo sigue girando y saber que estás acompañado, que tenés apoyo. Así que no tengas miedo o vergüenza de pedir una mano, o un hombro, porque para eso está la familia, para eso están los amigos: para aconsejarnos y acompañarnos en nuestras primeras veces.